lunes, 20 de agosto de 2012

The Were-Wolf by Clemence Housman

En tierras nevadas, nórdicas... de hielo y ventisca...

Los monstruos caminan entre los hombres, ocultos “bajo una belleza de flores”.

En mitad de la infinita blancura (que se extiende hasta más allá de dónde alcanza la vista), y bajo un cielo cuajado de heladas estrellas, pueden sucederse carreras vertiginosas hasta la medianoche. Carreras que, burlándose a carcajadas del frío doloroso que ya de por sí quema, encienden los pulmones cómo si éstos estuvieran en llamas, fuego líquido e insoportable extendiéndose por el pecho.

Y, entonces, sangre escarlata y aún humeante empapa la nieve inmaculada.

Rojo sobre blanco.

Bestias con pieles níveas... también níveas, cómo todo paisaje y escena allí... Pieles suaves, delicadas, pertenecientes a seres que no tienen alma, y cuyo instinto sediento de rojo sobre el blanco aplasta, agarra, pierde, devora, consume... Pieles que son cómo el invierno nórdico imperante, crudo e inmisericorde, y, a la vez, poseedor de una belleza inmutable y serena a su cruel manera.

Ojos llenos de las estrellas del cielo. Que seducen y te llevan consigo... te llevan consigo...

Y al amanecer has cerrado tú tus ojos, y estás muerto. Y tu piel es toda blancura... sobre blanco. Blanco, y el rojo corriendo por todas partes. Hasta que la bestia hace desaparecer también tu piel, cómo ha hecho desaparecer ya tu dulce vida en mitad de un beso dulce...

Se lleva todo lo que había en ti... y ya no quedan siquiera huesos blancos sobre el blanco.

Ha devorado tus entrañas.

Y luego se pierde en la nieve.

Una belleza cruel. Que se marcha sin decir adiós.

Así es el invierno.

No obstante... aún es poco para la Belleza que mata el rubí rojo que es la joya que ha obtenido.

¿Quizás desearía también la paz...? Eso le gusta decir.

¡Qué poética es la muerte!. La bestia no está en paz. Es el cuerpo blanco que ya no existe y que está en el interior del monstruo el que ha logrado envolverse en La Paz. Y no la bestia.

Pobre bestia...

Eso le gusta decir.

Y esas sombras que hacen llorar a los niños entran en las casas cálidas, cálidas a resguardo del horror de la vida y del frío, y se agazapan lejos de la luz del fuego liberador, que ahuyenta a los espíritus.

Una gran Valentía puede caer en la espiral de la bestia, si se aleja demasiado del círculo protector de la hoguera en la chimenea (que ahuyenta a los espíritus). Porque a menudo esa valentía y la ferocidad guerrera que la compaña y el alma victoriosa y feroz pueden admirar, sentirse afines, e incluso llegar a aprobar esas naturalezas bestiales que encarnan cualidades semejantes... junto con la inseparable perversidad sin remordimiento que es el alma del cazador.

Porque a despecho de toda resistencia maravillosa, elasticidad impresionante de movimientos y músculos, coraje y poderío, un cazador es un cazador.

Y la muerte es parte de él.

La Muerte es él.

Si la Conciencia no puede disuadir a la Valentía imprudente, irresponsable... intolerable, entonces esa conciencia debe correr en la noche para saltar sobre el cazador antes de que la cacería comience.

Uno solo en todo ese mundo nevado podía igualar a la Bestia en resistencia y velocidad de leyenda. Y se trata de esa Conciencia del desespero, ese que encarna el ardiente sentimiento que eclipsa cualquier otra cosa... porque es la fuerza que ama.

Un amor que no es egoísta. Que no puede quedar jamás, jamás subyugado por lo que admirable, fascinador parece a simple vista, y fantástico, y que en verdad sólo es seducción del mal... y belleza cruel.

Pero el amor a menudo es entregado a las fauces de la muerte por redimir, en esta ocasión la atracción salvaje que puede ejercer una bestia sobre un Valor equivocado.

Y el blanco vuelve a llenarse de rojo. Pero esta sangre no sólo es roja, sino que está impregnada de algo especial... Verdadero sacrificio. Amor, sólo amor.

Amor que impulsa un alma hacia las estrellas. Para que todo vuelva a empezar.

La próxima vez todo será distinto... pero lo que no cambiará, hasta que las mismas estrellas caigan y se desvanezcan para siempre, es ese inmutable amor.

No sólo el invierno cruel es inmutable. El amor es más firme que la crueldad. El amor no muda nunca, pero la crueldad sí se acobarda y mengua, se empequeñece, se esconde cómo las sombras a plena luz del mediodía.

La piel blanca, la bestia, yace sobre la nieve.

Es ella ahora la que es blanca y roja, sobre blanco manchado de rojo. Y a su lado, uno que es sacrificio de amor muestra más de lo mismo.

Qué curioso que en la muerte quedaran unidos... El Amor y la Bestia. Sus cuerpos yacieron uno junto a otro, cómo niños que duermen tras haber jugado hasta la extenuación.

Al final, el Valor puede odiar... porque ciega fiereza se entremezcla en él. Cómo la bestia y el invierno habían sido bravos y crueles.

Pero a pesar de ese odio, ya no hay más opciones: ha acabado el cuento, y al Valor sólo le resta asumir una deuda de amor tan grande.. que amenaza con devorarle entero, hasta que ya no quede nada de él cómo si la bestia continuara viva... Pero es algo bueno, sagrado y demasiado grande para expresarlo lo que le devora esta vez. Y el Valor volverá así a casa, lleno de la sangre roja de la Conciencia, cómo un insólito amuleto (ungüento protector) que ha quebrado un hechizo maligno.

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