"San Miguel Arcángel,
defiéndenos en la batalla.
Sé nuestro amparo
contra la perversidad y las acechanzas
del demonio.
Que Dios le reprima, es nuestra humilde súplica;
y tú, Príncipe de la Milicia Celestial,
con
la fuerza que Dios te ha dado, arroja al infierno
a Satanás y a los
demás espíritus malignos
que vagan por el mundo
para la perdición de las almas. Amén."
(Oración del Papa León XIII a San
Miguel Arcángel)
Es cómo si fuera a alzar el vuelo, triunfante.
Armadura y escudo... Empuñando la
Cruz, seguro, invencible en la fe (“¿Quién cómo Dios?”).
El demonio encadenado, humillado cual ruina a los pies del Arcángel,
ha perdido todo poder y capacidad de hacer daño.
El semblante de Miguel es noble y
bello, a pesar de que su gesto guerrero (en el que el orgullo es el
reflejo de su ardiente amor a Dios, y la ferocidad mezclada con
serenidad beatífica es la Virtud que lucha contra el Maligno) hace estremecer a toda legión infernal.
Estoy segura de que la luz y las
sombras, cómo espejismos, pueden sorprender y confundir a uno cuando
mira esta estatua. Porque, probablemente, el pétreo Miguel parecería
cobrar vida y poder volar, airoso y exultante al borde mismo de la
nada.
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