domingo, 26 de febrero de 2012

La Ondina del Lago Azul

Mientras tanto, se desarrollaba cada vez más y más en Gabriel ‒a medida que avanzaba en la juventud‒ un carácter melancólico y raro.”

(...)

El único placer de Gabriel era vagar día y noche por esas montañas, llevando por toda compañía algún libro de versos o cosa semejante, y su flauta inseparable; que no pocas veces oía yo resonar en la espesura de algún bosque o en las orillas de este lago, cuando pasaba con mi mulo cargado de leña para la casa de su padre, a quien ayudaba en sus faenas, siendo bien agradecido y recompensado, pues ‒según indiqué antes‒ Gabriel no le servía para nada.”

(...)

En el momento en que llegaban a mis oídos los sones de la flauta, me detenía involuntariamente para escucharlos más tiempo, y tales eran de dulces y amorosos que solía alguna lágrima humedecer mis párpados, sintiéndome el corazón como si quisiera venírseme a los labios para responder con suspiros a las cosas tiernísimas que me revelaban aquellas melodías. ¡Oh señora! No penséis que exagero; la flauta de Gabriel no era un instrumento como otros de su clase: él hablaba por medio de ella todo cuanto quería, y aun creo que decía muchas veces más de lo que alcanzaba a comprender. Aquella flauta lloraba, gemía, cantaba, expresaba ardientes deseos, respondía a secretos pensamientos, articulaba misteriosas promesas, y hacía nacer de súbito dulces, aunque indeterminadas esperanzas.”

(...)


“‒
(...) Yo la veo en los risueños albores de la aurora, como en los tristes crepúsculos de la tarde; a la deslumbradora claridad del astro del día, como a los destellos apacibles de la luna argentada. Tan pronto es la Sílfide aérea que hace ondear su vaporoso manto entre las nubes que coronan los montes; tan pronto la Dríade juguetona triscando por la esmaltada pradera o a la sombra de sus queridos bosques; o bien ‒con más frecuencia aún‒ la pálida y melancólica Ondina, dejando sus palacios de líquido zafiro para sonreírme cariñosa en esta orilla escarpada, oculta entre los arbustos balsámicos que riega cada día con su bella urna de nácar.”

(...)

“‒ (...) Déjame aquí con mis ensueños, con mis ilusiones, con mis delirios... Déjame con la compañera de mi soledad encantada, con mi rubia Ondina de nacarado seno y ojos color de cielo, que hace un momento recogía quizá desde su lecho de espumas los sonidos de mi flauta, que la repetía: ¡Te amo!.”


(...)

En el instante de articular Gabriel esta última palabra ‒sin que me permitiese ni aun respirar el asombro con que escuchaba tan extraña jerga, que me hacía sospechar un trastorno en su juicio‒, en el mismo instante, señora, se movieron produciendo ruido los arbustos que le servían de respaldo, y ‒volviendo de pronto la cabeza‒ se encontraron mis ojos con otros ojos bellísimos, que parecían haber robado al lago el puro y transparente azul, con que brillaban entre el tupido ramaje. Los vi tan claramente cual veo ahora los vuestros; pero fue aquello un relámpago..., desaparecieron al punto, dejándome atónito, y preguntándome a mí mismo si era Gabriel quien estaba loco, o si debía yo creerme solemnísimo bruto, por no haber ni aun sospechado hasta entonces la existencia de aquellos hermosos seres sobrehumanos, que le prestaban compañía.”


(...)

(...) Los ojos azules se habían desvanecido cual si fueran dos gotas de las ondas del lago, evaporadas por el calor del sol.”

"Costeando la izquierda del Adour nos dirigimos al lago verde, que contemplé con distraída mirada, no pudiendo perdonarle el no tener ‒como su compañero azul‒ alguna Ondina que lo poetizase, y cuyos ojos de esmeraldas viésemos resplandecer de repente entre los frondosos ramajes que le prestaban sombra y colorido.”

(...)

"¡Ay de quien rompa el velo de estas neblinas, acechando a la Reina de las Ondinas!. ¡Ay de quien pago de su espionaje aguarde cerca del lago!. "

(...)

¡Cómo! ‒exclamó Gabriel‒: ¿la has visto pues?. ¿Dónde?. ¿Cuándo?. Habla, en nombre del cielo, amigo mío, dime qué le he hecho para que me prive de su presencia tres días seguidos, sin una palabra, sin un signo de recuerdo. ¡Qué!. ¿No has oído los gritos de mi alma llamándola día y noche?. ¿No sabe que la he jurado que si me abandonaba en la tierra, iría a buscarla a los abismos de las aguas?.”

Mesándome los cabellos de despecho, participé al triste padre aquel inesperado contratiempo, y sin perder instante montamos a caballo y nos dirigimos a galope tendido a las orillas del lago, donde nos parecía seguro encontrar al fugitivo. Pero nos engañamos. Desiertas aparecían ‒entre la bruma que las cubre siempre a tales horas‒ y reinaba en torno inacostumbrado silencio, que tenía algo de pavoroso.

Ya íbamos a abandonarlas para recorrer las cercanías, a las que trasladábamos nuestras ya una vez burladas esperanzas, cuando de pronto distinguí en tierra, medio cubierto por la húmeda yerba ‒que me pareció recientemente hollada‒, un objeto a cuya vista me sentí estremecido hasta la médula de los huesos. ¡Era la flauta de Gabriel...!”


(La Ondina del Lago Azul ‒ Gertrudis Gómez de Avellaneda)

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